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martes, 1 de diciembre de 2009

Ensayo sobre el amor Pt. 3

Conozco palurdos estoicos que se han quemado las retinas tratando de entender a Nietzsche. Luego van a los cafés como quien va a la iglesia, y ahí lo ventilan a la menor provocación, lo veneran, lo recitan sin errores visibles o bien lo critican antropófagamente.


Criticar a un cadáver es tanto como meterle el dedo en el culo y revisar si su mierda aún está caliente…  yo los admiro, admiro su voluntad de superhombre, pero sé que estoy muy lejos de sus expectativas: mi fuerza motriz radica en mi debilidad por la voluptuosidad y el hedonismo, por el amor enfermo. 

… concluyo entonces que yo lo siento donde él me piensa. Todo pensamiento no es otra cosa que un mero sistema de puertas que se abren y cierran permitiendo el cause de aquella cosa indefinible que tanto nos conmueve y tormenta. Basta decir que el amor que siente mi vecina por su novio nunca podrá compararse con el amor que yo siento por el mío. En todo caso, uno de los dos gesta dentro un error de concepto arraigado desde la infancia. Esto podría determinarse  mediante la comparación de un tercer caso con los dos primeros; si existen semejanzas con alguno de ellos, habrá que inclinarse hacia él.


Por otro lado, seguimos concibiendo los sentimientos como casos únicos en términos de intensidad, es decir, afirmando que  “nadie siente lo uno siente”; y fue precisamente el romanticismo caballeresco quien se encargó de publicitar esta idea declaratoria y volverla el terreno donde se cosechaban las manifestaciones de la época: En Tirant lo Blanc, novela de caballerías que escribiera Joanot Martorell –misma que salvara Cervantes con su Quijote- vemos a nuestro héroe quedarse atónito ante la figura de una mujer con los senos al aire. Deja de comer y beber, se encierra en una vieja posada durante dos días revolviéndose en sus caldos de incertidumbre, hasta que por fin vuelve en sí, y como si volviera a nacer, balbucea dos palabras: Yo Amo.


Lo recuerdo como una de esas cosas maravillosas que sólo duran hasta que la estupidez reclama su espacio. Hablamos con esa extraña condición de fantasmas desmemoriados. Todo lo que recuerdo de él trae consigo una condición paliativa, de alternativa medicinal, de silla de ruedas o de anteojos milagrosos. Lo recuerdo como alguien que pudo haberme amado hasta salvarme la vida. Me sigue aterrando la voz de alguien que no sé si es la misma persona, y pienso en lo ingenuo de mis pensamientos ante la evidencia del tiempo.
Es probable que no vuelva a verlo, y que nunca termine de sentir que hay un error en algún lado que no se ha remediado, y que es mi culpa.


W.H Auden escribió: 
“Te amaré siempre”, jura el poeta. A mí también me parece fácil jurar esto. Te amaré a las 4:15 PM del martes entrante: ¿sigue igual de fácil puesto así?

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